Damos más importancia a aquello que acaba que a todo lo que continua o a cada cosa que comienza… El final aparece con la rotundidad de su objetividad, y aunque ya sea tarde, con frecuencia se percibe más como una advertencia de lo que puede ocurrir que como una realidad de lo ya sucedido.
Esa especie de advertencia centrada en el pasado es la que hace de las crónicas sobre finales algo muy creíble, como si el relato tuviera un matiz de irremediable, de destino por alcanzar, de profecía… cuando en verdad ya ha sucedido y las palabras se han rubricado sobre los hechos.
Sin embargo, el comienzo no cuenta con un relato previo. Parece que la simple referencia a ese inicio, en lugar de un anuncio para que suceda, puede actuar como una especie de maleficio para romperlo y deshacerlo en la nada… Quizás por ello, al contrario que en el final, ni siquiera cuando ya ha comenzado la historia, el momento, la relación, el instante… se quiere hablar de ello; como si al hacerlo pudiera perderse en la espera o en el error.
El comienzo prefiere la sorpresa renovada, una confirmación para seguir, buscar razones que lleven a continuar, porque continuar es volver a empezar cada vez… Prefiere la palabra en los labios, la mirada en el aire… antes que un relato cerrado que siempre sabe a final…
Y es que la crónica del final se empieza a escribir antes de que se produzca, mientras que la del comienzo no se escribe nunca, salvo como parte de ese último relato ya cerrado.
Quizás ese sea el error, esperar el final como una verdad incuestionable y anticipada, y negar el comienzo incluso cuando ya ha sido… De ese modo, un final siempre anticipa otro, mientras que un comienzo ni siquiera garantiza su propia continuidad…
Nos han programado para la culpa y las caídas… y hay quien mira a las piedras del camino como una oportunidad…